En tiempos de crisis moral, social y nacional, las voces que claman por conciencia y defensa de la patria suelen ser tildadas de alarmistas. Sin embargo, la advertencia hecha por el pastor Ezequiel Molina Rosario no solo fue pertinente, sino visionaria. Hoy, más que nunca, sus palabras retumban como eco de una verdad incómoda: estamos perdiendo el control de nuestra nación.

La frontera entre República Dominicana y Haití se ha convertido en una puerta giratoria sin supervisión real. A esto se suma una Dirección General de Migración que parece más interesada en justificar su existencia que en aplicar la ley. Mientras tanto, sectores poderosos, entreguistas y sin compromiso patriótico, promueven con desparpajo la idea de que debemos abrirnos sin reservas, como si la historia no nos hubiera enseñado las consecuencias de tal descuido.

En 1822, el presidente haitiano Jean-Pierre Boyer fue recibido con festividad y servilismo, con música, ron, gaga y hasta llaves simbólicas de la ciudad. Lo que vino después fue un largo periodo de opresión: 22 años donde las libertades fueron suprimidas y hasta nuestro idioma fue prohibido.

Hoy vivimos un déjà vu histórico, pero con nuevas herramientas: una campaña sistemática de desinformación, victimismo e imposición cultural que se disfraza de solidaridad y derechos humanos. Se promueve en las escuelas, en medios internacionales, en redes sociales y hasta desde algunas ONG, la idea de que República Dominicana le pertenece a Haití, o que ambos pueblos deben fusionarse.

Esta narrativa no es accidental. Forma parte de una estrategia para diluir nuestra identidad nacional, para fracturar nuestra soberanía, y para convertirnos, lenta pero decididamente, en un territorio sin fronteras ni voz propia.

Las palabras de Jean-Jacques Dessalines, quien proclamaba que la isla debía ser indivisible, siguen vigentes en el imaginario colectivo de quienes nunca aceptaron que existiera un Estado dominicano independiente. No es casualidad que muchos haitianos aún se refieran a todo el territorio como “Ayiti”.

El problema no es la migración per se, sino el abandono institucional, la negligencia y la complicidad interna. Somos nosotros quienes estamos dejando que esto avance. Y somos también quienes pagaremos el precio si no reaccionamos a tiempo.

Hoy más que nunca, debemos preguntarnos:
¿Qué país vamos a dejarle a nuestros hijos? ¿Qué identidad nos quedará si renunciamos a nuestra historia, idioma, símbolos y soberanía?

Que Dios nos libre, y que el demonio —si llega— nos encuentre confesados y de pie.

Alex Marte Campos
Opinión libre y sin mordaza para InfoENN

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