Ucrania vuelve a enfrentarse al dilema que ha marcado toda su historia reciente: aceptar un acuerdo que compromete su dignidad o arriesgarse a perder el apoyo de su aliado más poderoso. Las declaraciones de Volodímir Zelenski, “perder la dignidad o arriesgarse a perder un socio clave”, revelan el nivel de presión que acompaña el nuevo plan de paz impulsado por Donald Trump, un documento de 28 puntos que, según Kiev, cruza todas sus líneas rojas.
Para entender la tensión actual hay que volver al Memorándum de Budapest de 1994, cuando Ucrania entregó el tercer arsenal nuclear más grande del mundo a cambio de garantías de seguridad de Estados Unidos, Reino Unido y Rusia. El pacto prometía respetar su integridad territorial y protegerla de cualquier agresión. Esas garantías se evaporaron cuando Rusia invadió Crimea en 2014 y, posteriormente, lanzó la ofensiva a gran escala en 2022. Ucrania quedó desarmada y traicionada por los firmantes que debían defenderla.
La guerra ya dejó pérdidas inmensas: Crimea, gran parte de Donetsk, Lugansk, Zaporiyia y Jersón, millones de desplazados, ciudades destruidas y un país partido en dos. Y ahora, el plan estadounidense exige reconocer parte de esos hechos consumados, limitar sus fuerzas y asumir concesiones que, para Kiev, equivalen a legitimar la agresión rusa. Por eso Zelenski advierte que aceptar ese trato sería vivir sin libertad ni justicia, dependiendo de un agresor que ya atacó dos veces.
Pero rechazar el plan también tiene un costo enorme: arriesgarse a perder parte del apoyo militar y financiero de Estados Unidos, el mismo país que prometió protección en 1994. Ucrania es forzada a decidir entre su dignidad y su supervivencia, en un escenario donde la política interna de Washington pesa más que las garantías internacionales que alguna vez ofreció.
La historia se repite con un precio cada vez más alto. Ucrania ya pagó las consecuencias de confiar en promesas externas; ya perdió territorios, vidas y estabilidad. Ahora enfrenta un nuevo ultimátum que la obliga a elegir entre renunciar a lo que le queda de soberanía o pelear prácticamente sola contra una potencia nuclear. La verdadera pregunta es cuánto más se le puede exigir a un país que ya lo sacrificó todo por defender su libertad.



